Bicentenario de la muerte de Napoleón. El Emperador Bonaparte en Rioseco.

(Las cinco primeras fotografías y el dibujo de Vernet son propiedad de la autora)

Tal día como hoy hace justo 200 años, el 5 de mayo de 1821, moría en Santa Elena el emperador francés Napoleón Bonaparte. Residía en aquella lejana isla africana desde que perdió la batalla de Waterloo y sus enemigos le obligaron a exiliarse de por vida. Su cuerpo fue inhumado temporalmente en aquel lugar perdido en medio del océano, hasta que en 1840 fue repatriado para ser enterrado en Francia, como era su deseo. Hoy sus restos descansan en un imponente mausoleo situado bajo la cúpula del crucero del templo de Les Invalides, de París. Junto a él, en una cripta aledaña, están enterrados algunos de sus oficiales y su propio hijo Napoleón II, conocido como "L'aiglon" (El Aguilucho). Y en otra capilla, junto a la entrada de la iglesia, descansan los restos de su hermano mayor José Bonaparte, que fue rey de España con el nombre de José I. El mayor de los Bonapartes llegó al trono español gracias a una infausta batalla ocurrida el 14 de julio de 1808 en Medina de Rioseco, porque la victoria francesa permitió despejar el camino entre Bayona y Madrid y que José pudiera recorrerlo sin problemas y sentarse en el trono.

Tumba de Napoleón Bonaparte 

Cripta con los enterramientos de oficiales napoleónicos en Les Invalides 



Mausoleos del hijo de Napoleón y de José Bonaparte, también en Les Invalides 


Seis meses más tarde de aquella fatídica batalla, hizo su entrada en Medina de Rioseco el propio Napoleón Bonaparte un 29 de diciembre de 1808, mientras perseguía a las tropas británicas que huían camino de Galicia. Integraban su séquito de oficiales entre otros el Mariscal Jean Baptiste Bessières, autor de la victoria francesa de aquel infausto 14 de julio, que aprovechó la oportunidad para mostrar en persona al Emperador francés el lugar del combate y explicar su desarrollo. 

Retrato del Mariscal Bessières,  expuesto en el Palacio de Versailles. 

El Gran Corso permaneció escaso tiempo en nuestra ciudad, apenas unas horas para uno de esos descansos brevísimos a los que acostumbraba. Con las primeras luces del día siguiente siguió camino de Astorga con su ejército de 80.000 soldados, para salir casi de inmediato en dirección a Francia, donde se requería urgentemente su presencia. 

El dato de su estancia en Rioseco fue recogido en su diario, aunque sin especificar el lugar exacto en el que se hospedó. Teniendo en cuenta el frío helador que habría por esas fechas y la situación en la que había quedado el Palacio de los Almirantes, que fue reducido a cenizas en julio de ese año para evitar que las tropas enemigas lo usaran como cuartel, lo más seguro es que ese alojamiento hubiera tenido lugar en alguna de las casas principales de la ciudad. En cuál exactamente es una pregunta imposible de responder hoy, a tenor de la injustificada destrucción que ha ido sufriendo la arquitectura civil riosecana en las últimas décadas, razón por la que apenas se conservan ya viviendas que estuvieran en pie en esas fechas.

Entre el grupo de civiles que siempre acompañaba a los ejércitos de entonces estaba en este caso el pintor Antoine Charles Horace Vernet, conocido como Carle Vernet


El propio Emperador le había encargado una serie de cuadros que plasmaran sus glorias militares y Vernet aprovechó esa parada en Rioseco para realizar un dibujo preparatorio de la batalla ocurrida en El Moclín. 



El boceto realizado en tinta forma parte de un cuaderno en el que se recoge la colección de dibujos que fueron la base de la mayoría de grandes lienzos de batallas hoy expuestos en el Palacio de Versalles. En él Vernet tomó algunas licencias, como la escena central en la que unos paisanos imploran piedad de rodillas al Mariscal Bessières, que magnánimo hace un gesto de perdonarles la vida. 


Tal escena nunca ocurrió. Los riosecanos jamás llegaron a pedir clemencia ante el oficial gabacho y tampoco él concedió tal piedad. Al contrario, el Mariscal del Imperio permitió que sus soldados saquearan durante dos días la ciudad de la manera más salvaje, robando todo lo robable, maltratando, torturando y asesinando a la población indefensa. 



Las escenas militares son las protagonistas de la obra, con centenares de soldados a caballo que recorren los campos, algunos en persecución de las tropas españolas que huyen despavoridas, para refugiarse en el municipio o retornar a sus lugares de origen. 


En el ángulo opuesto a la localidad, la artillería francesa dispara sus últimos cañonazos, alcanzando las viviendas más cercanas al Rio Sequillo. Algunas de ellas conservaban restos de la metralla incrustadas en sus fachadas... hasta mediados del siglo XX en que en contra de toda lógica fueron derruidas. 

Histórica casa de la Calle La Sal, que conservaba restos de metralla en su fachada (fue derribada y su solar lo ocupa hoy un bloque de pisos)

Algunos soldados españoles de los ejércitos de Galicia y Castilla, gran parte de ellos simples civiles de gran patriotismo, valor y arrojo, pero sin experiencia militar ninguna (sin uniforme, con una escasa instrucción, unos mal vestidos, otros descalzos y con un fusil en sus manos por primera vez en su vida), trataron de refugiarse ocultándose dentro de las morenas de trigo recién cosechado que habían quedado sin recoger en las tierras del entorno. Allí fueron masacrados a bayonetazos por los napoleónicos. Otros intentaron refugiarse ocultándose en las viviendas de los vecinos de Rioseco (en algunos edificios han aparecido armas ocultas durante los derribos), entrando a la ciudad por el Arco de Ajújar o por el de La Esperanza, cruzando el puente medieval de Santiago, que hoy día aún permanece milagrosamente en pie. 


Al fondo aparece la ciudad, con las torres de las iglesias sobresaliendo sobre los tejados de las viviendas. 



Entre la piña de edificios se ven algunos desaparecidos, como los molinos de viento que dan nombre al actual Barrio de Los Molinos, la torre de la iglesia románica de San Miguel, el Cuartel de Caballería del Ajújar, el puente medieval del mismo nombre, la torre del convento de Santa Clara o la de la iglesia del Hospital de Santa Ana. 

Las aguas del Sequillo aparecen muy crecidas, practicamente desbordadas, imagen típica del tiempo invernal en el que fue dibujada la obra. No lo estaban así el día de la batalla, cuando los franceses ante la falta del imprescindible líquido tuvieron que dar de beber a sus caballos en las pilas bautismales de las parroquias y sacaron tal cantidad de los pozos particulares que tenía la población en sus casas para consumo propio, que acabaron desecándolos. 

Cuando Napoleón llegó aquel 29 de diciembre de 1808, Rioseco ya no era ni la India Chica ni la de los Mil Millonarios, sino un lugar miserable del que se tenía incluso dudas de que llegara a sobrevivir aquel invierno. Habían emigrado de ella más de 200 familias. Las que quedaron, lo hicieron porque no tenían otro remedio, sin cosechas, sin animales, sin dinero, sin leña, sin vino, sin comida, sin transporte, sin ropa, sin agua... algunos incluso sin vivienda, con familiares asesinados o gravemente enfermos.

 

Entre las víctimas, y a pesar de que últimamente algún escritor se ha empeñado en repetir la historieta dándola como real sin presentar ninguna prueba que la confirme y a pesar de que alguno incluso hasta ha creado una entrada en Wikipedia con una fantasiosa biografía, no estuvo el famoso dentista Antonio Saelices, supuesto autor de la dentadura postiza de Maria Luisa de Parma, que supuéstamente tanto llamó la atención de Napoleón y Josefina. En realidad el ínclito personaje nunca existió más que en la imaginación de Juan Antonio Vallejo-Nájera, autor del libro "Yo, el Rey", que creó al personaje del protésico dental y lo situó en Medina de Rioseco como homenaje a su familia riosecana, los Amigo Vallejo que cuenta con algunos miembros dedicados a la odontología, según llegó a admitir él mismo en una entrevista

De hecho el nombre del ficticio personaje no aparece en ningún padrón de vecinos de esos años, ni en ningún documento municipal, ni se encuentra registrado en ningún archivo parroquial, bautizo, matrimonio, confirmación o entierro. Ni su nombre está en los libros de difuntos de las feligresías de Santa María, Santiago y Santa Cruz, en los que se recogieron puntualmente los fallecidos con nombres y apellidos (cerca de un centenar) a los que se les dijeron misas por sus almas unos meses después. 

Antonio Saelices y su dentadura son simplemente ficción

Registro de la misa de funeral celebrada en la iglesia de Santa María, en septiembre de 1808, por una de las víctimas del saqueo francés, Manuel López. 
                         





 







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