El peculiar ascensor del archivo municipal de Rioseco.

 

Hasta su traslado a dependencias del ayuntamiento en el siglo XIX, el archivo municipal de Medina de Rioseco guardó su importantísima colección documental en el templo de Santa María. En concreto en un armario horadado en el muro situado sobre el arco que da acceso a la capilla Benavente. En él destaca la interesante reja gótica que lo cierra (que aún conserva in situ uno de los candados) y el blasón que lo adorna en su parte superior, posiblemente obra de los hermanos Del Corral. Se trata de un bellísimo bajorrelieve renacentista realizado en yeso policromado, en el que las armas de Medina de Rioseco y la corona de laurel que las circunda, aparecen suspendidas de una cabeza de serafín mediante cintas que se entrelazan.





Muchas veces, al observar la considerable altura a la que se encuentra la oquedad nos hemos preguntado por qué instalarlo en un lugar de tan difícil acceso y de qué manera se llegaría a él. La explicación a lo primero nos la da el contenido que se guardaba en el lugar: privilegios, concesiones reales, resoluciones de pleitos, correspondencia… documentación demasiado valiosa para el municipio, que no podía estar al alcance de cualquiera y arriesgarse a su desaparición, ya que muchas veces estos documentos se utilizaban como prueba en caso de litigio.
 

La segunda duda nos la va a resolver un documento fechado en octubre de 1771 guardado en la Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional (ES.45168.AHNOB/1//OSUNA,C.513,D.1). Se trata en realidad de una copia de un acta levantada en 1619 por el traslado de algunos documentos al archivo del castillo riosecano, a petición del Almirante de Castilla.

El 3 de enero de ese año, Gaspar de Gauna, que era el alcaide de la fortaleza riosecana, solicitó en nombre del Almirante algunos papeles personales relacionados con la familia Enríquez que habían ido a parar al archivo municipal (el testamento de Fadrique II y “algunas facultades reales”). Por dicho motivo se procedió a organizar la apertura solemne del armario siguiendo el protocolo establecido desde tiempo inmemorial y que era el siguiente: acordar los intervinientes una fecha y una hora exactas para la apertura, reunir a los “claveros” (poseedores de las tres llaves que cerraban la reja y el arca que guardaba los documentos) y avisar a un operario para que preparara el acceso hasta el archivo.

Al requerimiento del Almirante comparecieron Juan de Valencia, como regidor más antiguo de la entonces villa y poseedor de dos de las llaves y Gabriel de Villapadierna y Castro, procurador general de Rioseco que admitió tener la tercera llave. A ellos se sumó en calidad de testigo el sacerdote Luis de Emberes (o Amberes), por ser el cura mayor del templo de Santa María, que realizó su tarea acompañado de otros dos regidores que dieron testimonio del traslado “como era costumbre”.

Para llevar a cabo el encargo se comisionó al carpintero Baltasar Alonso Pardal, vecino de la villa, conocido por pertenecer a la famosa familia de trompeteros aficionados, tan ligados a la historia de la Semana Santa de Rioseco. A éste se le encargó que preparara un cesto de mimbre y una soga, que debería colgarse de una polea adyacente a la puerta del archivo.

El día de autos, dos días después de la petición formal, es decir la víspera de la fiesta de la Epifanía, se reunieron en Santa María a las 2 de la tarde todos los representantes de ambas partes y comenzaron la ceremonia entregando a Baltasar Alonso Pardal las llaves existentes atadas “a unas guarniciones de seda”. Hecho esto, Pardal “se metió en un cesto grande echo para el dicho proposito, y atado con unas maromas, pendientes de una polea”, cuerdas de las que tiraron unos ayudantes de Pardal, hasta elevarle al archivo.  

Al llegar arriba el escribano recogió en el acta que Pardal encontró una puerta “muy fuerte de yerro cerrada con tres candados” y en el hueco de la pared que cerraba dicha reja, “un arca mui fuerte con dos cerraduras”. En ese momento, solicitantes, claveros y testigos le encomendaron que abriera ambas, tomara una porción de los papeles que había dentro y los metiera en el cesto en el que había subido, para bajar después con ellos y revisarlos.

Se extrajeron entonces los documentos requeridos del volumen de 368 hojas al que se hallaban cosidos, se entregaron a Gaspar de Gauna y se pidió a Pardal que subiera de nuevo en el peculiar ascensor, para devolver el resto de los documentos a su lugar de origen.


Terminada la labor todos los presentes firmaron el acta bajo juramento de haber realizado uno por uno todos los pasos acordados y no haber sustraído ningún otro documento, más que los solicitados por el Almirante. El escrito finaliza el relato de los hechos con una también interesante, aunque por desgracia breve descripción del castillo riosecano. Se recoge la llegada de la comitiva al recinto tras entrar por la puerta principal, que se encontraba cerrada, y depositar los papeles en una habitación sitada dentro de “un cubo que cae a las heras que llaman de los Pozos”, que estaba cerrada a su vez con una puerta de hierro. En este recinto se guaradaba  el archivo familiar de los Enríquez de Cabrera. Se trataría pues de una torre semicircular, situada en la ladera que da al terrero donde hoy se encuentran las conocidas popularmente como Casas del Paseo

Allí permaneció depositado el archivo de los Almirantes de Castilla hasta que extinguido el linaje de los Enríquez a principios del siglo XIX, heredaron sus bienes sus parientes lejanos los Téllez-Girón, duques de Osuna, que los trasladaron a Madrid.

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